"LLegó a pensar que estaba amaneciendo, que lo que coloreaba el cielo de un tono rojizo no era nada más que el alba, aquella rosada luz del día, aquel golpe de luz que un débil Sol refleja en las montañas y enmarca al cielo. Si no fuese porque recordaba las costumbres del astro, hubiese tomado toda esa situación como una verdad; el Sol se asomaba por el cerro de Beima, se supone que allí es donde debe perecer, pero bueno, Dios puede cambiar si es que lo desea ¿no? (...) El día empezó a desclararse, una suave brisa recorrió el lugar, dándole moltivo alguno a las hojas para que cayesen a tierra; pero las hojas de los árboles no caían al suelo, sino que se elevaban a las ramas..."