Esta web, cuyo responsable es Bubok Publishing, s.l., utiliza cookies (pequeños archivos de información que se guardan en su navegador), tanto propias como de terceros, para el funcionamiento de la web (necesarias), analíticas (análisis anónimo de su navegación en el sitio web) y de redes sociales (para que pueda interactuar con ellas). Puede consultar nuestra política de cookies. Puede aceptar las cookies, rechazarlas, configurarlas o ver más información pulsando en el botón correspondiente.
AceptarRechazarConfiguración y más información

mmontoya

En junio de 2013 un empleado de hotel se comunicó con la policı́a de Ciudad Juárez para informar la muerte de un hombre. Entre las escasas pertenencias que el empleado de la pensión entregó a las autoridades se encontraban los cuadernos que ahora conforman ésta novela, aunque quizás sea necesario aclarar que la articulación de los capı́tulos y su orden debieron de ser discutidos entre varios de nosotros pues en realidad las libretas guardan una abundante y anárquica colección de notas. Hubo incluso quien afirmó que en realidad los cuadernos no registran un libro, sino tres.

De los apuntes, recibos y boletos que se encontraron en su equipaje, fue posible establecer que el hombre recién volvı́a al paı́s luego de pasar un par de años errando por el área de las Carolinas, a veces trabajando como jardinero para una empresa de Fayeteville, a veces lavando loza en un hotel de Durham. Infiriendo algunos datos del errático cuaderno que a ratos el hombre habı́a utilizado como diario, se pudo colegir que habı́a vivido en la ciudad de Montevideo y que habı́a trabajado en un orfanato de Rı́o Grande do Sul por un lapso de casi una década, aunque no es seguro que lo hubiese hecho sin interrupciones pues el diario muestra que varias de sus hojas fueron arrancadas: vastas lagunas existen entre fecha y fecha. Como quiera que haya sido, es claro que el hombre proveyó un amplio número de alias y nombres falsos a sus empleadores. En un compartimento secreto de su valija se halló un pasaporte nicaragüense a nombre de Josué d’Oliveira, pero nosotros consideramos improbable que ese haya sido su verdadero nombre.
Al parecer, el deceso se produjo por causas naturales y el desconocido viajero estaba consciente de su enfermedad, por lo cual quizás no sea irresponsable conjeturar que intentaba volver a la Ciudad de México para morir allá. La muerte, sin embargo, lo encontró en la frontera. Ella está bien, ahora puedo volver, se lee en la última entrada de su diario.

Algunas investigaciones realizadas permiten conocer unos pocos detalles; luego de cuestionar a los vecinos de la zona, es posible afirmar que ningún José Marı́a Gonzáles vivió nunca en la calle de Ceballos, aunque es cierto que existe un derruido edificio habitacional de tres pisos a cuya puerta yacen tres escalones de granito obscuro. Por otro lado, a juicio de los propios vecinos,
es probable que el autor utilizará el nombre de los tres niños que se ahogaron en 1963 en Chapultepec para darles nombre a sus personajes. No está de más el mencionar que las imprecisiones históricas abundan en el relato. El pequeño lago artificial de la calle Gelati, verbi gratia, dejó de existir en los años cuarenta, mientras que la persona pequeña que hacı́a publicidad a una empresa repostera de la calle de Vieyra, murió antes de 1922. Además, es cierto que varios establecimientos mencionados en el relato existieron en las proximidades de avenida Reforma, pero para 1979 la mayorı́a de ellos ya se encontraban demolidos o abandonados. En la calle de Cuyutlán no existe ninguna casa como la descrita.

Como quiera que haya sido –e independientemente de los evidentes anacronismos– nosotros ponemos éste libro a disposición del lector siempre inspirados por la buena fe y por la memoria de ese hombre que ahora yace en la fosa común de La Chaveña.